ACANTILADO - LONGINO DE LO SUBLIME

De lo sublime
Longino

Toda obra sobre arte requiere dos cosas: acotar la materia y presentar los medios con que aprenderla. Sólo el buen obrar y la verdad nos acerca a los dioses. Lo extraordinario no convence a un auditorio, antes bien, lo conduce al éxtasis. Estas son las premisas a las que el hipotético Longino se enfrenta en De lo sublime. El autor, plausiblemente alumno de otro maestro llamado Cecilio, se dirige a Postumio Terenciano, tal vez un colega, exponiéndole los motivos que lo han impulsado a escribir esta pequeña obra. No es un tratado al uso, pues no hace extensa glosa de nada, pero tampoco es un panfleto; más bien se trata de una obra preceptiva de carácter intimista. El grueso podría decirse que versa sobre la elevación en la oratoria, y aquí sí, se explaya en ejemplos tanto nefastos como meritorios.

Del autor no sabemos prácticamente nada; sabemos que una cuarta parte de la obra se perdió, pero su nombre consiguió mantenerse, con variaciones, incólume hasta bien entrado el siglo XVIII, momento por cierto en el que se traduce por primera vez al español. Escrita en el siglo I d.C., se suele opinar que mantuvo su vigencia hasta los siglos X-XI, pero dadas las continuas referencias a Cicerón nos es posible datar esa vigencia fluida –o circulación libresca– hasta por lo menos el XVI. Entre los acontecimientos más notables de su fortuna crítica, destaca la edición del famoso impresor veneciano Aldo Manuzio (a mediados del XVI) y la versión francesa de 1674 del poeta Nicolas Boileau. La autoría siempre dio quebraderos de cabeza; los errores fueron encadenándose tras los nombres de Dionisio de Halicarnaso, Dionisio Longino, Longino o, para los más escépticos después, Pseudo-Longino. Aún no conocemos su nombre.

De lo sublime es interesante y brillante por muchas razones, pero en nuestro tiempo no soportaría un análisis concienzudo, empezando por el nombre y la significación de lo sublime, que tanto ha cambiado con el tiempo sobre todo tras el barrido del Romanticismo alemán. El texto está escrito en griego y su autor es indudablemente una persona culta e instruida en el terreno literario. Las primeras páginas encandilan por su fuerza crítica. Su palabra dispara en todas direcciones y prácticamente no deja títere con cabeza. Es el Longino más combativo, el que se siente ultrajado por el mal uso del lenguaje y la mala concepción del común de los lectores. Aquí el valor radica en que lo pone todo patas arriba, desmonta tópicos, desmitifica figuras deificadas por la crítica, tiene el arrojo de demostrar sus conjeturas y, finalmente, se hace entender con una sencillez que roza la genialidad, por otra parte, tan griega. De hecho no es casual que traiga a colación una y otra vez a sus amados Homero y Platón, de quien acopia citas y ejemplifica su teoría.

Según interpela a Terenciano, a quien supuestamente va dirigido el texto, las fuentes de lo sublime son cinco, a saber: concepción elevada de los pensamientos (1), pasión vehemente e inspirada (2), doble formación de figuras tanto en el pensamiento como en la expresión (3), dicción noble que comprende la selección de palabras, alocuciones metafóricas y pulimento del lenguaje (4) y, por último, dignidad y elevación del estilo en una composición (5). Claro que esto nada tiene que ver con una concepción estética de lo sublime, sino de puro temperamental, es decir, un efluvio que es capaz de expandir los efectos del buen decir e incrementar su intensidad, caminos ambos que conducirán en modo indefectible al engrandecimiento del alma.

Pero por muy raro que pueda parecer, Longino también muestra fisuras. En algunas citas que usa como ejemplos categóricos, no sabemos con exactitud si se trata del tiempo histórico o es que nuestra percepción de la elocuencia y la retórica han cambiado, pero termina por mostrarse inseguro y no convence con vehemencia. Me atrevería a decir que lo único que ha cambiado son nuestras costumbres estéticas, nuestra pauta de recepción si se quiere, por lo que considero que las teorías esbozadas por Longino, en tanto celebración de lo ilimitado, estarían muy en sintonía con nuestra modernidad. Eso sí, al contrario de lo que dijera Calvo Serraller en otro artículo, de anticanónico yo no le veo nada, es más, sus referencias son ecuménicas (Homero, Platón, Demóstenes, Sófocles y Cicerón) y, también en este caso, se atiene a la mesura como forma primera de articular el lenguaje. Acaso lo anticanónico pueda referirse a su concepto de amplificación de la emoción hablada, pues Longino estima la palabra viva, pura, genuina, pero la normativa que propugna no es de ninguna manera heteróclita.

Después de todo esto creo hallar en esta obrita una razón de ser editorial oportuna e impertinente. No es otra que la del discurso político vacuo y carente de sentido. Longino avisa, advierte, anota que infinidad de políticos erraron en su honda intención elocuente, algo que ciertamente no nos es ajeno, antes bien, cobra nueva intensidad y brilla en la parte media del texto. Se echa en falta, por qué no decirlo, un texto introductorio o un epílogo que hubiera avivado y revisado el estudio de la obra de Longino, autor tan desconocido de no ser por la edición de Gredos de mediados de los noventa. A consecuencia de esto mismo la obra puede volverse algo opaca para los no iniciados. Así y todo, su argumento discursivo viene a decir lo siguiente: que el hombre ha sufrido en sus carnes un proceso involutivo que paulatinamente se ha manifestado, a través de la naturaleza, en la decadencia de su género. De este modo los más antiguos estarían conectados a la tierra y los más modernos, desligados por completo de su intuición. El objetivo, al fin y al cabo, es aproximar el arte a la naturaleza; hay elementos del discurso que sólo están en la naturaleza y que únicamente se pueden aprender a través del arte. Aunque hay algo que podría zanjar la intención literaria y cultural de este precioso libro: «El arte es perfecto cuando parece ser natural, y la naturaleza triunfa cuando entraña un arte secreto».

Mario S. Arsenal

@Mario_Colleoni

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