Las probabilidades de que alguien escriba hoy un ensayo (o un trabajo que se pueda asimilar a un ensayo) sobre algo relacionado con la climatología y no lo centre en el calentamiento global tienden a ser nulas. Pues bien, aún hay autores que lo logran y así sucede con Bernd Brunner y su libro Cuando los inviernos eran inviernos. Historia de una estación*
En realidad, los pasajes de la obra de Brunner propiamente históricos se mezclan con otros que atienden más bien a disciplinas como la botánica, la zoología o incluso la física, ya sea para describir las reacciones de ciertas plantas o de ciertos animales ante la crudeza de la estación invernal, ya sea para ilustrarnos acerca de las múltiples combinaciones de moléculas que dan lugar a los cristales de hielo (a los que dedica un capítulo del libro).
Desde el comienzo de la obra (“El mundo en invierno. ¿Qué hace que un invierno sea invierno?”) Brunner relativiza el ciclo de las estaciones y aún la pluralidad de estas: “Nuestra noción habitual de cuatro estaciones anuales es un fenómeno de latitudes medias y altas, dado que es allí donde se encuentran los países y culturas dominantes que impusieron tal concepto. En regiones tropicales y subtropicales, donde hay poca variación en la duración de los días y en la radiación solar, solo cabe hablar de dos o tres estaciones. También algunas latitudes polares saben arreglárselas con dos estaciones: un largo invierno y un verano corto”.
La relación del invierno con el frío y con la nieve se traduce, inevitablemente, en la mirada a los territorios del planeta donde estos últimos son los protagonistas absolutos: el Ártico y la Antártida. Las referencias geográficas a esos continentes se entrelazan, en las páginas del libro, con las que describen las vicisitudes históricas de su exploración o con las actividades científicas que han permitido, por ejemplo, descifrar la evolución climatológica del plantea, minuciosamente reflejadas en unos hielos cuyo espesor puede alcanzar, en la Antártida, varios kilómetros.
Abundan en el texto de Brunner las citas literarias, en particular de autores alemanes (con Goethe a la cabeza) que nos han dejado sus impresiones sobre los inviernos. No es de extrañar que así sea, sobre el fondo común de un fenómeno bien conocido: la memoria de las nieves de antaño, que evocamos (selectiva y muchas veces erróneamente) como características de nuestra infancia o de las fiestas navideñas. Esas citas van, en ocasiones, acompañadas de ilustraciones, como el cuadro Jugadores de colf, pintado alrededor de 1625 por Hendrick Avercamp, o las escenas de desplazamiento en esquí que se hallan en el libro de Olaus Magnus Die Wunder des Nordens (Las maravillas del Norte). No faltan, como bien se puede suponer, alusiones a los numerosos paisajes nevados que constituían todo un género para los talleres de los pintores flamencos y holandeses en los albores de la Edad Moderna.
Otros capítulos del libro tienen un enfoque que podría denominarse sociológico o antropológico, centrado en la exposición de los ritos y las leyendas invernales, desde las celebraciones en torno al solsticio de diciembre en los pueblos primitivos hasta la omnipresente figura de Santa Claus y de los abetos de Navidad en las sociedades occidentales. En esa misma línea, se da cuenta del interés por los deportes de invierno y se analiza cómo han evolucionado en los dos últimos siglos.
De los componentes propiamente históricos destaca el relativo a la “Pequeña Edad de Hielo”, un período de enfriamiento de la Tierra que, sin ser propiamente una glaciación (como a veces se ha exagerado), se extendió desde el siglo XV a mediados del XIX, probablemente debido a la reducida actividad solar entre 1460 y 1550.
Brunner recoge parte de las observaciones y de los datos de aquel período para trazar, como si de un mosaico se tratase, sus rasgos más destacados y sus consecuencias en la vida de las sociedades europeas de la época: el avance de los glaciares en los Alpes o en las regiones escandinavas e Islandia; el obligado abandono de la actividad agrícola en algunas zonas; el descenso de las cosechas en otras; el desplazamiento de poblaciones, las dificultades para el transporte y para los intercambios comerciales.
Valgan, por todas, estas palabras del capítulo “El invierno más crudo”: “Los inviernos extraordinariamente fríos de la década de 1690 supusieron la muerte de millones de personas en toda Europa por falta de alimentos. El invierno de 1708-1709, conocido en Inglaterra como the Great Frost y en Francia como Le Grand Hiver y que atenazó a Europa desde el norte escandinavo hasta Italia y desde Checoslovaquia hasta Francia, se considera el peor de la historia. La mañana del 6 de enero de 1709 la gente se vio sorprendida por temperaturas gélidas que se mantuvieron a lo largo de tres semanas, antes de remontar un poco. Algo después, sin embargo, descendieron de nuevo y se mantuvieron así hasta mediados de marzo. No solo los ríos y los lagos se congelaron, una capa de hielo cubrió también el mar […] La fauna salvaje se congelaba, las aves pequeñas morían por millones […] Los árboles, incluso robles por lo general muy resistentes, reventaban literalmente. Murieron frutales, nogales, olivos. Hasta la laguna de Venecia se congeló […] Los sembrados de trigo quedaron destruidos, con lo cual, al acabar el invierno, sobrevino una hambruna y se produjeron auténticas sublevaciones”.
Al analizar este fenómeno histórico, que tuvo una duración de tres siglos, Brunner destaca la paradoja de que el descenso de las temperaturas medias no fue superior a un grado respecto de las alcanzadas en la Edad Media, llegando en algunos lugares a bajar dos o tres (en promedio). Esa circunstancia, afirma, “nos permite hacernos una idea aproximada de las consecuencias futuras del calentamiento global de unos pocos grados señalado por algunos pronósticos”. Es uno de los pocos pasajes del libro en el que el autor alude, prudentemente, al cambio climático.
El libro concluye con una frase abierta a todas las incógnitas: “La última y definitiva palabra sobre el invierno aún no se ha dicho”.
Bernd Brunner (Berlín, 1964) trabaja en la encrucijada de literatura, ciencia e historia. Ha escrito para Lapham’s Quarterly, The Paris Review Daily, Courrier International, TLS, Wall Street Journal Speakeasy, Aeon, Quartz, The Public Domain Review, Cabinet y varios periódicos y revistas alemanes. Entre sus textos se hallan: Lujuria de invierno; Inventando el norte; Birdmania; El arte de acostarse; Inventando el árbol de navidad; Luna: una breve historia; Osos: una breve historia; El océano en casa; Cómo los alemanes se convirtieron en estadounidenses y Granadas.
*Publicado por Acantilado, febrero de 2020. Traducción de José Aníbal Campos.