Tras la Gran Guerra, mientras el mundo luchaba por recuperar la normalidad, muchos intelectuales, escritores, historiadores o filósofos reflexionaron sobre las causas que habían arrastrado a la civilización occidental a un enfrentamiento fratricida y de proporciones hasta entonces desconocidas. Sus conclusiones fueron heterogéneas aunque la mayoría abogaba por establecer medidas que impidiesen la repetición de la tragedia. Todo fue en vano y veinte años más tarde el planeta se vio envuelto en un nuevo conflicto aun más terrible.
La Segunda Guerra Mundial sacó a relucir lo peor de la condición humana y nunca antes el hombre había actuado de forma tan atroz y salvaje. Más allá de los combates, la eliminación sistemática de pueblos y razas enteras alcanzó proporciones sobrecogedoras. El odio se adueñó de todo el continente y la vida dejó de tener valor, mientras las nociones del bien y del mal se vaciaban de contenido pues sólo importaba la supervivencia.
Aunque se ha escrito mucho sobre el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, pocos son los estudios que abordan los años inmediatamente posteriores a la conclusión de los combates. Normalmente los libros de texto pasan del final de la Guerra al inicio de la Guerra Fría y omiten las condiciones en las que se encontraba una población hambrienta, asustada y sin esperanza. Tampoco suelen mencionar los conflictos que se desencadenaron como consecuencia de la nueva realidad impuesta en Europa tras la guerra, especialmente, en el Este: allí se juntaron el deseo de venganza con la reaparición de antiguos odios y el resultado fue la limpieza étnica y las consiguientes oleadas de refugiados a lo largo del continente que huían de la sinrazón y buscaban un nuevo hogar.
Sesenta años más tarde los historiadores siguen discutiendo sobre la magnitud y el alcance de la destrucción provocada por la Guerra. Periódicamente aparecen estudios que cuestionan cifras y sucesos, magnificando o rebajando las atrocidades cometidas por uno u otro bando. Hay quien todavía utiliza la contienda como instrumento para sus actuales reivindicaciones y no son pocos quienes acuden a algún episodio, ya sea trágico o heroico, para justificar sus propios planteamientos. La realidad, despojada de toda posición partidista, ya es de por sí terrible como para que ahora queramos ajustarla a nuestros intereses. Treinta y cinco millones de personas perdieron la vida y, sin embargo, parece que este dato no impone el suficiente respeto a quienes tratan de adaptar la historia a su favor.
El historiador británico Keith Lowe intenta en su obra Continente salvaje. Europa después de la Segunda Guerra Mundial* reconstruir aquellos años de la posguerra olvidados por la historiografía. A través de un pormenorizado estudio de documentos, entrevistas y trabajos académicos, Lowe busca plasmar la realidad de un continente devastado. Así resume el propósito de su obra: “Como tanto otros libros han hecho, éste no tratará de explicar cómo finalmente el continente resurgió de sus cenizas para reconstruirse física, económica y moralmente. No se centrará en los juicios de Núremberg ni en el Plan Marshall ni en cualquiera de los demás intentos de cicatrizar las heridas que produjo la guerra. En su lugar, se refiere al periodo anterior a que tales intentos de rehabilitación fueran siquiera posibles, cuando la mayor parte de Europa seguía siendo sumamente inestable, y la violencia podía estallar una vez más a la menor provocación. En cierto sentido intenta lo imposible –describir el caos–. Lo hará seleccionando diferentes elementos de ese caos e indicando de qué manera estaban enlazados por aspectos comunes”.
Para Lowe es una equivocación representar la Segunda Guerra Mundial como un conflicto por el territorio entre los Aliados y el Eje (identificados, a su vez, como buenos y malos). A lo largo de los seis años que duró la contienda –aunque en algunos lugares la lucha se prolongó hasta bien entrada la década de los años 40 e incluso de los 50– las motivaciones que llevaron a algunos países a luchar entre sí debemos hallarlas, explica el historiador inglés, en motivos ideológicos, raciales o en simples odios locales; las ganancias territoriales pasaron a ser un elemento secundario. La victoria aliada, por tanto, no siempre supuso el final de las matanzas y de las destrucciones: hubo quienes la aprovecharon para llevar a cabo una represión sistemática de poblaciones enteras, sin que su aspiración fuese ya la de vencer a los nazis. Utilizando un símil que aparece en el libro, “La Segunda Guerra Mundial era como un enorme superpetrolero que surcaba las aguas de Europa: tenía tantísimo ímpetu que, si bien hubo de cambiar totalmente sus motores en mayo de 1945, su recorrido turbulento no se detuvo hasta muchos años después de la guerra”.
La destrucción física, el desplazamiento de millones de personas por un continente en ruinas, la hambruna generalizada, la soledad de los supervivientes, la desaparición de las instituciones políticas o la pérdida de los principios morales son otros tantos temas tratados en “El legado de la guerra” primera parte de la obra de Lowe. Aunque también hay lugar para la esperanza entre unas páginas dominadas por la desolación, la avalancha de datos y testimonios que el historiador inglés ofrece deja poco margen para la ilusión. Como explica el autor, “Sólo si apreciamos en su totalidad lo que se perdió podemos entender los sucesos posteriores”. Lowe nos muestra los estragos que padeció la sociedad europea tras la Segunda Guerra Mundial y dedica unas páginas especialmente duras a narrar las penurias de las personas más indefensas, niños y mujeres, que sufrieron más que nadie las consecuencias de la guerra.
Podría parecer que después de la victoria aliada se instaló en Europa un clima de tranquilidad y de paz, pero la realidad fue bien distinta. La ausencia de instituciones políticas y administrativas impidió poner orden en el caos en el que se encontraba sumido el continente. Los ejércitos aliados intentaron controlar la situación pero no estaban preparados para este tipo de funciones. El resultado fue que algunos soldados y quienes sobrevivieron al yugo nazi (mano de obra esclava, prisioneros de guerra, supervivientes de los campos de exterminio) se convirtieron, a veces, en verdugos populares y dirigieron su odio y resentimiento contra los alemanes o contra quienes habían colaborado con ellos. Una ola de venganza se extendió por toda Europa utilizando como legitimación el dolor padecido en los años anteriores. A este fenómeno dedica la segunda parte de su obra Keith Lowe.
A la venganza por las penurias soportadas se sumó otro tipo de represalias más “institucionalizadas”. Algunas de las nuevas autoridades aprovecharon el final de la guerra para llevar a cabo una limpieza étnica dentro de sus fronteras y sus prácticas, en ocasiones, no difirieron mucho de las adoptadas por los nazis. Lowe muestra en la tercera parte del libro cómo fue en el Este de Europa donde se produjeron las acciones más brutales. Destacan por su crudeza las sucedidas entre Ucrania y Polonia, pero no fueron las únicas. Judíos y alemanes también padecieron esta reorganización a gran escala, iniciada bajo la mirada de los ejércitos aliados que no quisieron o pudieron hacer nada para evitarla.
Para Lowe la Segunda Guerra Mundial no fue, pues, solo la lucha entre aliados y las potencias del eje sino también una “guerra de guerras” con múltiples conflictos diseminados por todo el continente. Es más, la victoria aliada trajo consigo nuevos enfrentamientos auspiciados normalmente por el ascenso de las fuerzas comunistas en Europa. En la última parte de la obra el historiador británico estudia las luchas (algunas de ellas degeneraron en guerras civiles, como sucedió en Grecia) que tuvieron lugar tras el final de la contienda. Si en Italia o en Francia los partidos comunistas no consiguieron consolidar su presencia en los respectivos Parlamentos y protagonizaron algún incidente aislado, en la Europa oriental el comunismo se impuso de forma abrumadora, utilizando la fuerza o la intimidación como instrumentos de presión tras destruir cualquier tipo de oposición. Se iniciaba, de este modo, la Guerra Fría.
La obra de Keith Lowe conmueve por su despiadada objetividad. A medida que pasamos sus páginas y encontramos más y más testimonios del horror que se instaló en Europa durante aquellos años es imposible mantenerse indiferente. La primera sensación tras leer el libro es de incredulidad, luego de incomprensión y finalmente nos invade una profunda tristeza. Lowe nos muestra una sociedad que ha perdido su identidad y se deja arrastrar por sus instintos animales. Ni enfatiza las atrocidades cometidas ni acude al morbo, tan sólo relata lo sucedido al finalizar el conflicto. Es esa ausencia de “emoción” en la narración lo que más sobrecoge. Olvídense de los movimientos tácticos, las batallas y los generales: los protagonistas principales de la obra del historiador inglés son la violencia, el dolor y el odio.
El trabajo de Lowe nos sirve como recordatorio de los peligros de la naturaleza humana cuando el hombre se siente amenazado o ha perdido la fe en sus iguales. Quizás pensemos que nunca más se podrán repetir los hechos que sacudieron Europa durante y después de la Guerra, pero eso mismo creían los europeos en los años treinta cuando todavía estaban sanando sus heridas de la Primera Guerra Mundial.
Keith Lowe nació en Londres en 1970. Es uno de los más destacados nuevos historiadores británicos, ampliamente reconocido como una autoridad en la Segunda Guerra Mundial. Interviene a menudo en la radio y la televisión de Gran Bretaña y Estados Unidos y es autor de Inferno: The Devastation of Hamburg, 1943. Sus libros han sido traducidos a diez idiomas.
*Publicado por la editorial Galaxia Gutenberg, enero 2015.