No merece reprobación que Flavio Valerio Aurelio Constantino (Naissus, 27 de febrero de c. 272 – Nicomedia, Bitinia y Ponto, 22 de mayo de 337) haya sobrevivido en la memoria colectiva como el primer emperador cristiano; sin más. Su conversión al cristianismo y el subsiguiente reconocimiento de la libertad religiosa constituyen el principal hito de su reinado pero, gracias a esta soberbia biografía a cargo de David Potter, hemos podido descubrir nuevas aristas, desconocidas hasta hoy, en la figura de Constantino el Grande.
El mundo sería muy distinto de no haberse firmado el Edicto de Milán en el año 313. A este respecto Flaubert dijo, con la exuberancia enfática que acostumbraba, que «habiéndose marchado los dioses, y no habiendo llegado todavía Cristo, hubo un momento único, entre Cicerón y Marco Aurelio, en que el hombre estuvo solo«. Pues bien, al menos oficialmente, la era de los que vivían sin Dios se extendió hasta la conversión de Constantino. Éste demostró ser descaradamente romano, urbano; se mostró contrario al paganismo, que etimológicamente hace referencia a los que viven en los pagos, en el campo, y se percató antes que nadie de la necesidad de la religión cristiana y romana como mecanismo de unificación y de control social. Potter sugiere, por tanto, que las motivaciones de carácter político instaron a Constantino a actuar en mayor medida de lo que lo hicieron sus convicciones espirituales. La política de este emperador prefigura, en definitiva, la teoría de la razón de estado desarrollada por Machiavelo en el Renacimiento; en consecuencia, el autor se aventura a otorgarle el título de primer estadista en sentido moderno.
Casi todas las instituciones y convenciones jurídicas, económicas, culturales y sociales de los últimos diecisiete siglos hunden sus raíces en el Edicto de Milán. Constantino llevó, empero, sus afanes unionistas más allá del fenómeno religioso pues también batalló duramente por recuperar la cohesión territorial del Imperio. Hijo de Constancio, uno de los miembros de la tetrarquía de Diocleciano, se convirtió en emperador a la muerte de éste y tras un golpe de estado. Durante los primeros años su territorio abarcaba sólo una parte del Imperio, integrada por Britania, la Galia e Hispania. En el año 312 se hizo con el control de Italia y África después de derrotar a su cuñado Magencio en la batalla de Puente Milvio. Posteriormente, en el 324, Constantino derrotó a su también cuñado Licinio y se anexionó un inmenso territorio que iba desde la actual Croacia hasta Egipto. Precisamente fue en esta última campaña cuando decidió fundar una ciudad capaz de reflejar su propia majestad sobre las ruinas de Bizancio con el nombre de Constantinopla.
Burocracia, violencia y religión emergen en este libro como los principales mecanismos de los que se sirvió Constantino para gobernar el Imperio Romano. Muchos arguyen que esta actitud de hierro casa mal con su tan cacareada conversión. Es preciso reconocer que Constantino tuvo que recurrir al ejercicio de la fuerza, pero no es menos cierto que su fe emerge sincera, empero, en diversos pasajes de la historia; sirva como botón de muestra su aportación al Concilio de Nicea, al que Constantino contribuyó aportando de su puño y letra la construcción «Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Esta expresión sigue presente en el credo de los católicos.
Hacía falta una biografía como ésta: un texto riguroso y detallado, primorosamente construido a partir de documentos históricos y libre de toda contaminación ideológica. Durante los últimos siglos la mayor parte de las biografías se caracterizaban por glosar ingenuamente la santidad del personaje. Muchos museos, por ejemplo, herederos de esta visión hagiográfica e ingenua, exhiben la imagen de Constantino con la mirada fija en el signo de la cruz en el cielo, que lleva la inscripción «Con este símbolo vencerás». Del otro lado, algunas semblanzas de décadas recientes adolecían de una clarísima precariedad historiográfica y reducían su narración a meros comentarios acerca de la innegablemente compleja personalidad del emperador. Constantino el Grande, de David Potter se ha ganado un hueco entre las mejores biografías de emperadores romanos que se han escrito en los últimos años.
David Potter ostenta la cátedra de historia griega y romana y la cátedra Arthur F. Thurnau de griego y latín en la Universidad de Michigan. Ha escrito varios libros sobre la Roma antigua.
*Publicado por la Editorial Crítica, noviembre 2013.