Escribir una historia de Europa que goce de aceptación general es una tarea poco menos que imposible, incluso para un historiador ajeno a los sesgos ideológicos habituales o a sus propias conexiones con el país en el que haya nacido o se haya formado. Quienes discrepen de los enfoques del autor le censurarán esos sesgos y esas conexiones, reprochándole no haber tomado debidamente en consideración factores o elementos que, para el crítico, resultan imprescindibles.
Lo mismo sucede con la evolución del derecho europeo, que no es sino un reflejo de las culturas en las que se produjo. Para acometer su estudio hace falta una sólida base de historia general y, a la vez, un conocimiento profundo de las instituciones jurídicas nacidas y consolidadas, o desaparecidas, a lo largo de las sucesivas épocas. Si el período de tiempo que se trata de abarcar es tan extenso como el que propone Tamar Herzog en su obra Una Breve Historia del Derecho Europeo. Los últimos 2500 años*, las dificultades se acrecientan.
El libro nos ofrece un relato sintético del derecho europeo desde Roma hasta nuestros días. Los hitos más destacados de ese relato, que corresponden a los seis capítulos de la obra, son la Antigüedad (el derecho romano y la creación de la cristiandad latina); la Alta Edad Media (especialmente, la lucha entre señores, emperadores y pontífices en torno al año 1000); la Baja Edad Media (el nacimiento del ius commune europeo y del common law inglés); la Era Moderna (las crisis de esos dos derechos y la aparición del ius gentium, así como el reforzamiento del derecho natural y la universalización del derecho europeo); el siglo XVIII (las innovaciones norteamericanas y la Revolución Francesa); el siglo XX (la codificación) y un epílogo sobre el derecho de la Unión Europea.
El trabajo de Herzog versa, por supuesto, sobre el derecho tal como se ha vivido en Europa durante los dos últimos milenios, pero se convierte, a lo largo de numerosos pasajes, en una verdadera historia de las ideas políticas y de los cambios institucionales habidos durante ese lapso de tiempo. Es lógico que estos cambios hayan incidido en la creación del derecho vigente, pues, a la postre, el problema decisivo es quién tiene el poder para imponer su voluntad, revestida bajo la forma de mandatos jurídicos. De ahí que, siglo tras siglo, hayan variado las fuentes del derecho, esto es, las instancias sociales (juristas privados, profesores, comunidades auto-organizadas, confesiones religiosas) u oficiales (señores, reyes, tribunales de justicia, gobiernos, asambleas parlamentarias) que verdaderamente lo enuncian y lo imponen.
Para Herzog, el momento clave en que esta dualidad de fuentes dejó de tener la eficacia que hasta entonces había desplegado fue la Revolución Francesa: “Los sucesos producidos en Francia condujeron a la formación de una nueva clase de sistema jurídico, basado en el poder de la legislación creada en una asamblea representativa por la voluntad del pueblo y guiada por la razón. Este sistema, que estaba vinculado a la nación y se produjo para introducir cambios, produjo lo que la mayoría de nosotros identificamos como derecho […] La Revolución Francesa introdujo una nueva comprensión de lo que era el derecho y de dónde venía. Según esta concepción, la legislación era la única fuente normativa legítima y debía originarse en las decisiones de una Asamblea Nacional soberana”.
Una de las características del libro, que lo hace particularmente interesante, es la decidida voluntad de su autora de no acomodarse sin más a los estereotipos reinantes en lo que atañe a la formación de las instituciones jurídicas y a su comparación. Con frecuencia, sus palabras apelan a la autoridad de historiadores que ponen en duda versiones de la realidad admitidas de modo acrítico, o no suficientemente probado, por sus antecesores. En otras ocasiones, Herzog asume el riesgo de separase de la opinión común: así, por ejemplo, aun cuando presta singular atención (quizá exagerada, por relación al resto de Europa) a la evolución del derecho inglés, no duda en refutar su pretendida originalidad: “En los albores de la modernidad, el mito del excepcionalismo inglés se mantuvo con fuerza. Se conserva a día de hoy, pese a la investigación histórica que insiste en las raíces comunes y que sugiere que, si Inglaterra tomó un camino distinto, esto ocurrió principalmente en la modernidad, no en época medieval, y fue el resultado no tanto de lo que el derecho inglés realmente era sino de cómo fue reinventado”.
En esa misma línea, sugiere que los sistemas jurídicos continental y anglosajón están convergiendo: “Insistiendo en que las distinciones teóricas no deberían tomarse demasiado en serio, que son estereotipos en vez de reflejos de la realidad, y que dichas distinciones reproducen principalmente posturas ideológicas, no análisis empíricos, estos juristas también señalan que hay importantes maneras en las cuales ambos sistemas han ido convergiendo gradualmente, incluso en su marco conceptual, evolucionado hacia un terreno intermedio. Esta convergencia ha eliminado (o al menos minimizado) muchas diferencias en los sistemas continental e inglés, no solo al nivel de soluciones concretas (que con frecuencia son idénticas), sino también con respecto a cómo ven ellos la legislación y el derecho jurisprudencial, que ahora en ambos sistemas se consideran complementarios en vez de opuestos”.
El lector encontrará en este trabajo (que se autocalifica de breve) los rasgos esenciales de la evolución del derecho en Europa, en paralelo a las mutaciones institucionales habidas desde Roma. Por fuerza, la exposición de cómo era la realidad jurídica en cada momento histórico es limitada, y por ello el libro incluye un capítulo de “Lecturas complementarias”, con abundante bibliografía (en inglés casi exclusivamente) para quien quiera profundizar en una época o en otra.
En honor a la autora, hay que consignar que da un tratamiento similar a cada una de las grandes épocas de la historia del derecho. Algunos echarán de menos un espacio más destacado para fenómenos que quizás no hayan merecido la atención debida, como la incidencia del derecho canónico (al que, por otra parte, hay referencias abundantes en los capítulos segundo y tercero) en la formación de ciertas categorías jurídicas durante casi un milenio, o del constitucionalismo de corte kelseniano en el siglo XX. Pero, en su conjunto, el libro de Herzog cumple con creces su propósito de acercarnos a un aspecto de la historia de Europa con frecuencia ignorado.
Paradójicamente, como la autora expone en el epílogo, así se comprende mejor la situación actual: “[El nuevo derecho de la Unión Europea] recordaba a algunos europeos su pasado unido. Les permitía remitirse a un período en que muchos europeos habían compartido no solo un derecho común (ius commune), sino también un credo religioso y una creencia en la primacía del derecho natural. Si, hace siglos, un ius commune pudo reunir miles de disposiciones locales distintas ofreciendo principios generales, categorías conceptuales, métodos de análisis y normas compartidas, ¿por qué no podía suceder ahora lo mismo?”.
Tamar Herzog es profesora de la Cátedra Monroe Gutman de Estudios Latinoamericanos, Radcliffe Alumnae Professor en el Departamento de historia de la Universidad de Harvard y profesora asociada de la Harvard Law School. Especialista en las relaciones entre España y Portugal, así como de sus respectivos territorios coloniales, sus centros de interés académico abarcan asimismo la historia de la Europa Moderna y la historia del derecho.
*Publicado por Alianza editorial, junio 2019. Traducción de Miguel Angel Coll Rodríguez.