El prólogo de libro «Breve historia de Bizancio«*, de David Hernández de la Fuente, que redacta el catedrático de «Bizantinística» de la Universidad Libre de Berlín profesor Niehoff-
La obra del profesor Hernández de la Fuente pone de relieve que, aun no existiendo cátedras de Bizantinística en España, subsiste entre nosotros, al menos en los medios académicos –y me atrevería decir, en algunos de los editoriales-
David Hernández de la Fuente combate el «arraigado prejuicio occidental» –como él mismo lo califica-
En un artículo reciente (aparecido en la página www.ensilencio.es) que comenzaba precisamente glosando un capítulo de la obra-
La Breve historia de Bizancio a cargo del profesor Hernández de la Fuente es el relato de aquel milenio en un imperio que había surgido y se había afianzado como sucesor de Roma, muchos siglos antes de Carlomagno, y que formó parte de la “cristiandad” unida con las iglesias occidentales hasta el cisma de 1054. La “Nueva Roma”, el “Imperio Romano de Oriente” (ellos mismos se calificaban de “romanos”) era, como afirma el autor, la parte del Imperio Romano que no pereció en la crisis política del siglo V, con la deposición en el año 476 de Rómulo Augusto por el caudillo germano Odoacro y el envío de las insignias imperiales a Constantinopla.
A este “milenio de historia y cultura” dedica Hernández de la Fuente su trabajo con el que pretende ofrecernos una visión “amena pero rigurosa”, en primer lugar de los sucesos políticos y militares de Bizancio, pero también de sus componentes artísticas, literarias, religiosas y sociales. En los nueve capítulos que integran el libro pasa revista a la sucesión de emperadores y dinastías en un escenario que frecuentemente contemplaba sucesiones cruentas en el trono imperial. El autor se detiene de modo especial en los primeros siglos de la denominada (para algunos con ciertas reservas) Antigüedad tardía: la época de Constantino y sus sucesores (capítulo I); la época de Teodosio el Grande (capítulo II) y la de Justiniano (capítulo III) por ser las que marcarían la impronta indeleble del Bizancio ulterior.
Son estos tres capítulos iniciales los que describen, desde la fundación constantiniana de la “polis”, la pugna entre cristianismo y paganismo y la integración en aquél de la sociedad tardorromana, cuyos conceptos básicos –acerca del poder y de la religión, sobre todo-
Como “nota distintiva más perdurable” de la civilización bizantina subraya el autor, ya desde los primeros momentos, la simbiosis entre religión y política, en la que ambas partes (representadas finalmente por el Patriarca de Constantinopla y el propio Emperador, con pretensiones cesaropapistas ulteriores) interactúan y dejan su impronta en una sociedad apasionada por las cuestiones teológicas y dividida en “partidos religiosos” (el arrianismo estuvo ampliamente difundido) hasta extremos que hoy nos parecen irreales. El fenómeno se acrecienta paulatina pero inexorablemente, salvo la vuelta atrás de Juliano, y la sucesión de concilios ecuménicos en las ciudades orientales (Nicea, Efeso, la propia Constantinopla) lo demuestra a las claras.
La influencia-
Los capítulos IV a VI del libro describen el período de “crisis y continuidad” posterior a la desaparición de Justiniano, las graves luchas entre inococlastia e iconodulía de los siglos ulteriores y la época macedónica, en la que Hernández de la Fuente encuentra “el primer renacimiento bizantino”. El siglo VII bien puede ser calificado como el final de la Antigüedad tardía para Bizancio, de cuyos emperadores Focas es el último que utiliza el título de augusto (sus sucesores emplearán el de basileus, rey) con lo que la monarquía incrementa su carácter específicamente griego, sobre todo a partir de la dinastía de Heraclio. El imperio se reorganiza territorialmente (exarquías, themata) y sus fronteras sur o oriental conocen una nueva amenaza, que sustituye a la de los persas, a raíz de la aparición de los árabes como nuevos actores en la zona. La expansión del Islam por toda la cuenca mediterránea y las regiones adyacentes era sin duda la amenaza más grave pero Bizancio pudo controlar, con no pocas dificultades, el avance islámico en Asia Menor e impidió a los árabes desde el año 678 su anhelado paso a través de los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos para ocupar los Balcanes y, a partir de allí, Italia y toda la Mitteleuropa.
Como “años de turbación y decadencia política” califica Hernández de la Torre los correspondientes a la controversia religiosa sobre el culto a las imágenes (iconos) sagradas, tras el ascenso al poder de León III. Se mantiene la resistencia frente al Islam a la vez que en el occidente cristiano emerge un nuevo poder, el soberano de los francos, que aspiraba a su propio imperio y “a controlar desde el poder terrenal el ámbito religioso”: la coronación de Carlomagno por el Papa en el año 800 suponía, en palabras del autor, “el renacimiento de un nuevo Imperio de Occidente ya totalmente libre de la tutela simbólica de Constantinopla”. El tenso equilibrio con el Islam se quebrará con la toma de Amorion (838) por el califa al-
La “época de los Comneno y los conflictos con Occidente” es analizada en el capítulo VII del libro, y en ella asistimos al fin de la presencia bizantina en Italia y al incremento de los conflictos con los turcos y los eslavos, que lleva a Miguel VII a pedir la ayuda de Occidente. El declive se frena con Alejo I Comneno (1081 a 1118) a quien los “cristianos latinos” ayudan en la Primera Cruzada, preludio del fenómeno que marcará las relaciones con occidente durante aquellos años, a la vez que se teje una red de intercambios comerciales, sobre todo con Venecia y Génova. Relaciones no exentas de tensiones como se demuestra con la revuelta popular de 1182 que masacró la comunidad latina en Constantinopla (30.000 muertos) y que tuvo su réplica en la toma violenta de la ciudad por los cruzados en 1204.
El cambio de dinastía y las consecuencias de la toma de Constantinopla en 1204 son el marco de la “Fragmentación del Imperio” a la que Hernández de la Fuente dedica el capítulo VIII de su libro. Bizancio se divide, desde aquella última fecha, en Estados “latinos” y Estados desmembrados que asumen los vestigios del Imperio: el “Imperio Latino de Constantinopla”, bajo el gobierno de Balduino de Flandes; el Reino de Salónica, el Principado de Acaya (o de Morea) en el Peloponeso, más otros ducados relativamente independientes (Tebas, Atenas, Naxos). A la vez, en Asia Menor y en el Mar Negro se mantienen bajo el poder de la aristocracia imperial tres nuevos Estados griegos que se sienten herederos del imperio bizantino: el imperio de Nicea, el Despotado del Epiro y el imperio de Trabisonda son el refugio de las familias tradicionales que aspirarán con el tiempo a expulsar a los latinos y a restaurar, una vez más, el imperio clásico, lo que se conseguirá finalmente desde Nicea cuando Miguel VIII Paleólogo, su último emperador, retome Constantinopla y vuelva a erigirse en basileus ton rhomaion, rey de romanos.
La “época de los Paleólogos y el fin del Imperio” es objeto de análisis en el último capítulo del libro, que culmina con la caída de Constantinopla. La diplomacia de Miguel VIII tuvo éxitos significativos (la alianza con Génova frente a Venecia en 1261, por ejemplo) y en los años ulteriores asistimos ya al enfrentamiento con el pujante Estado turco otomano, en cuyo seno se producen episodios como la campaña de los almogávares en ayuda de Bizancio, fruto de la cual –y de las desavenencias con el emperador-
*Publicado por Alianza Editorial, enero 2014.