Bizancio
Judith Herrin

Se suele situar la caída de Roma en el año 476 d.C., cuando Odoacro depuso al último emperador romano, Rómulo Augusto. Este suceso tiene más de simbólico que de real, pues el Imperio ya se había desmoronado décadas atrás y el poder efectivo de los emperadores en aquel momento era casi insignificante. Como suele ocurrir al abordar la historia, la impresión general y más extendida no siempre coincide con los sucesos efectivamente acaecidos. Y es que, en realidad, el Imperio Romano sobrevivió mil años más, hasta 1453. Es cierto que Roma sucumbió ante el empuje de las tribus bárbaras, pero el Imperio Romano de Oriente (también conocido como Bizancio, por su capital) sobrevivió y perpetuó su legado hasta que los turcos conquistaron Constantinopla tras un largo asedio. Los ciudadanos de Bizancio siguieron considerándose romanos, mantuvieron gran parte de las instituciones y de las costumbres romanas y fueron la primera línea de defensa de Europa frente a las amenazas de Oriente.

El conocimiento que el gran público tiene de Bizancio es bastante reducido. Se le ve como un ente extraño y de difícil clasificación, no propiamente europeo, pero tampoco oriental. A pesar de su historia plurisecular, la mayoría de los lectores solo podría ofrecer pinceladas sobre algunos acontecimientos, o ideas vagas y difusas sobre qué sucedió en la parte más al este del Mediterráneo durante la Edad Media. Semejante desconocimiento revela una importante carencia en el conocimiento de la historia de Europa, pues Constantinopla tuvo una enorme influencia en las Cortes del continente, no solo a nivel diplomático, sino también en el arte y en la cultura. Bizancio se convirtió en la salvaguarda del legado romano mucho antes de que Carlomagno fundara el Sacro Imperio Romano. Es, además, un punto de referencia clave para entender uno de los grandes fenómenos del Medievo: las Cruzadas.

La profesora Judith Herrin busca acercarnos a este milenario Imperio en su obra Bizancio. El imperio que hizo posible la Europa moderna*. Un trabajo ameno, pensado para el lector no especializado, en el que se ponen de relieve las principales características de la cultura bizantina. La autora describe su objetivo en estos términos: “Para explicar mi valoración de Bizancio, en este libro pretendo exponer sus aspectos más destacados de la forma más clara y convincente posible, revelando las estructuras y mentalidades que lo sostenían. Con ello deseo mantener el interés del lector hasta el final, de modo que sienta que ha llegado a conocer una nueva civilización. Por encima de todo, quisiera que entendiese que el moderno mundo occidental, que se desarrolló a partir de Europa, no podría haber existido de no haber tenido que protegerse frente a lo que ocurría más al este, en Bizancio, al tiempo que se inspiraba en ello”.

Hacemos una advertencia al lector: la historiadora británica no realiza un repaso cronológico de lo hitos más importantes de la historia de Bizancio. El libro no es una sucesión de batallas, intrigas y emperadores, que se extienda desde el siglo IV hasta el XV, aunque muchos de esos elementos hacen acto de presencia. Quien esté interesado en una narración secuencial de la historia del Imperio bizantino, deberá acudir a otros textos (se han publicado muchos al respecto). Si, por el contrario, quiere conocer la esencia de aquella formidable estructura milenaria, tiene en este trabajo una fuente fundamental, ya que Judith Herrin opta por un enfoque en el que priman las características más llamativas y relevantes del Imperio. De este modo, los veintiocho epígrafes que componen el libro analizan de forma independiente (aunque obviamente entrelazados) personajes, colectivos, sucesos concretos, instituciones y otros tantos elementos que convergen en un mosaico esclarecedor de lo que fue Bizancio y de la importancia que tuvo en la historia de Europa.

La profesora Herrin disecciona la sociedad bizantina y revela sus contradicciones y su complejidad. En Bizancio confluyen la herencia clásica de la Antigua Grecia, el poder romano y el cristianismo oriental. Fue capaz, además, de absorber otras corrientes religiosas y culturales. Todo ello mientras luchaba contra poderosos enemigos (la expansión árabe, los terribles búlgaros, los turcos) y lidiaba con los problemas intestinos que todo Imperio sufre cuando se prolonga en el tiempo (intrigas, luchas sucesorias, crisis económicas). Hasta que Europa logró enderezar el rumbo tras el caos que supuso la caída de Roma, lo que le llevó varios siglos, Bizancio se convirtió en el principal refugio y faro de lo que hoy conocemos por cultura occidental. Si Constantinopla hubiese sucumbido varias centurias antes, el continente europeo sería radicalmente distinto al que hoy conocemos.

Los temas que se abordan en el libro son muy heterogéneos. Van desde los artísticos (la construcción de Santa Sofía o los mosaicos de Ravena) a los religiosos (como la polémica iconoclasta, que derramó sangre y depuso emperadores, o la importancia del monte Athos y de los santos Cirilo y Metodio), pasando por la relación entre sexo y poder (hay un capítulo entero dedicado el papel de los eunucos) o deteniéndose en un símbolo menor de la civilización (el tenedor). También se exploran cuestiones militares (el fuego griego, las cruzadas o el asedio de 1454) y sociales (la corte imperial, la sociedad cosmopolita o la presencia del derecho romano). Como puede ver el lector, predomina la variedad de las materias tratadas, aunque no por ello se pierda la coherencia de la narración. El libro mantiene en todo momento un estilo ágil, dinámico y accesible que permite a quien se acerque a sus páginas conocer con cierta profundidad las entrañas de Bizancio.

Concluimos con esta reflexión de la historiadora inglesa en las últimas páginas de la obra: “Hemos de ser conscientes de la excepcionalmente persistente y hábil fusión de tradiciones y herencias de Bizancio, y de cómo esta dio origen a una civilización variopinta y confiada que supo crecer tantas veces como perdió terreno y que luchó hasta el fin para sobrevivir. Resulta asombroso que Bizancio siguiera existiendo después de 1204, cuando Occidente tomó y ocupó su capital durante cincuenta y siete años, y a pesar de que los miniimperios que entonces surgieron en su lugar no fueran auténtico estados imperiales”. Y un poco más adelante añade: “[…] espero haber demostrado que el espíritu de Bizancio ha sobrevivido no solo a la conquista de 1453, sino también a los siglos transcurridos desde entonces hasta hoy, y que su legado pervive más allá del mundo de la Europa central, los Balcanes, Turquía y Oriente Próximo. He tratado de transmitir algunos aspectos de lo que era ser bizantino. Al hacerlo mi propósito ha sido ampliar —siquiera en pequeña medida— nuestro conocimiento y experiencia de otros, y entrever cómo las gentes de una sociedad cosmopolita, de naturaleza urbana, con confianza conscientemente histórica en sí mismas, además de una piadosa creencia en el más allá, podían ser tan distintos de nosotros mismos y, a la vez, resultarnos tan reconocibles”.

Judith Herrin (1942) se licenció en Historia por la Universidad de Cambridge y obtuvo su doctorado en la de Birmingham. Ha trabajado como arqueóloga de la British School en Atenas y en la excavación de la mezquita Kalenderhane, en Estambul. Reconocida especialista en Bizancio y en la Europa Medieval, es autora de obras fundamentales como La formación de la cristiandad (1987), Miscelánea Medieval (2000) y Mujeres en púrpura. Soberanas del medievo bizantino (2002). Actualmente es catedrática emérita y profesora titular de Estudios Bizantinos y de la Antigüedad Tardía en el King’s College de Londres.

*Reimpresa por la editorial Debate, junio 2021. Traducción de Francisco J. Ramos Mena.