Desde la comodidad de nuestros salones es fácil echar la vista atrás y criticar severamente a los políticos europeos que se dejaron engatusar por la retórica de Hitler y Mussolini. A posteriori, con la perspectiva que da la historia y con nuestros actuales conocimientos sobre cómo se desarrollaron los acontecimientos, es muy fácil juzgar a quienes, en su día, sin la información de la que disponemos ahora, tomaron decisiones erróneas.
El pasado de la humanidad está atestado de ejemplos similares y son incontables los trabajos que analizan qué hubiese sucedido si este o aquel personaje hubiesen actuado de forma diferente. Esta interpretación (“contrafactual”) es tramposa y permite incluir a unos individuos en las categorías de héroes o villanos atendiendo a criterios extemporáneos. La verdadera ciencia historiográfica no admite esos planteamientos hipotéticos, que parten del “y si…”. Lo mismo es extrapolable a la vida de cualquiera de nosotros: fustigarse por una decisión equivocada del pasado tiene ya poca utilidad. El verdadero problema sería que, contado con toda la información, cometamos los mismos errores.
Pocos períodos de la historia han sido más turbulentos que los años treinta de la pasada centuria. El mundo sufrió una profunda transformación que removió los cimientos de todo cuanto se conocía. Nada permaneció al margen. En política, aparecieron nuevas ideologías y formas de gobernar; en economía, una devastadora crisis ahogó al planeta; en la cultura, las nuevas formas de entender el arte abandonaron los patrones que durante cientos de años habían guiado a los artistas; y, en lo social, las tecnologías y los acelerados avances técnicos revolucionaban las formas de relacionarse y de comunicarse. Además, el recuerdo de la Gran Guerra seguía muy presente en las naciones que combatieron: tan solo había pasado poco más de una década desde que millones de jóvenes perdiesen la vida en las trincheras. En este contexto se creó un nuevo orden mundial y algunos actores recién llegados trataron de aplicar sus propias reglas de juego.
Aunque Francia e Inglaterra habían ganado la Primera Guerra Mundial, se hallaban en una posición de extrema debilidad. Sin llegar ser una victoria pírrica, el suyo fue un triunfo algo amargo. Alemania sucumbió al caos y de ahí emergió la figura de Hitler. Pronto se vio que las ambiciones nazis se teñían de sangre y fuego: sus aspiraciones megalómanas y expansivas empezaron a preocupar a las cancillerías europeas. Inglaterra, que seguía siendo una de las principales potencias del mundo, y sus políticos más destacados recelaban del dirigente alemán, pero ¿cómo podrían pararle los pies? ¿cómo debían comportarse para no arrastrar al mundo a un nuevo conflicto bélico que nadie deseaba? ¿Y si la guerra era inevitable? ¿Y si la ambición de Hitler no tenía límites? El deseo mismo de evitarla ¿no la hacía aún más probable?
El historiador y periodista Tim Bouverie estudia en Apaciguar a Hitler. Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra* aquellos años de incertidumbre, que concluyeron con el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Los esfuerzos diplomáticos, las luchas políticas internas, la evolución de la opinión pública y el desarrollo de los acontecimientos conforman las bases de este interesante trabajo. Con una prosa ágil y seductora, la obra nos conduce a través de los salones y de los despachos en los que se intentó (infructuosamente) evitar una nueva conflagración.
Así explica el autor su propósito: “Mi intención era escribir un libro que abarcase todo el periodo, desde el nombramiento de Hitler como canciller de Alemania hasta el final de «la guerra ilusoria», para ver cómo cambiaron las actitudes y la política a lo largo del tiempo. Quería también estudiar un cuadro mucho más amplio que el que se ciñe, sin más, a los protagonistas. El deseo de evitar la guerra encontrando la manera de convivir con los estados dictatoriales se extiende más allá de los confines de los gobiernos y, por tanto, si bien personajes como Chamberlain, Halifax, Churchill, Daladier y Roosevelt son fundamentales en este relato, he examinado también las acciones de figuras menos conocidas, en particular las de los diplomáticos aficionados. Por último, deseaba escribir una narración que capturase la incertidumbre, el drama y los dilemas de aquel periodo histórico. Así que, aunque no falten en ningún momento los comentarios y los análisis, mi propósito principal ha sido construir un relato cronológico, basado en diarios, cartas, artículos periodísticos y despachos diplomáticos, que guíe al lector a través de aquellos turbulentos años”.
La obra pone el foco en la actuación que llevó a cabo Inglaterra, no porque el autor sea británico (que lo es), sino porque fue esta nación la principal potencia mundial que intentó lidiar con la Alemania nazi y quizás la única que todavía imponía cierto respeto a los dirigentes germanos. Francia se hallaba en una situación calamitosa e inoperante; la Unión Soviética era imprevisible y por entonces estaba inmersa en las purgas estalinistas; los Estados Unidos, aunque preocupados, mantenían su tradicional aislacionismo; Italia era un Estado fascista más y el resto de los países no disponían de la fuerza para hacerse oír. De este modo, Inglaterra se erigió en el valedor o representante del sistema democrático, aunque siempre tuvo presente que su principal cometido era preservar sus intereses, incluso si eso suponía sacrificar otros países (Checoslovaquia, por ejemplo).
Tim Bouverie no se interesa tanto por los hechos en sí, sobradamente conocidos de casi todo el mundo, y busca desentrañar la compleja toma de decisiones que los dirigentes ingleses, especialmente Neville Chamberlain, adoptaron. Numerosas páginas se dedican a explorar las inquietudes, las reacciones y los estados anímicos de los protagonistas en cuyas manos se hallaba la política mundial. Eran, en realidad, pocos actores, aunque a lo largo del libro desfilen cientos de personalidades: a la hora de la verdad, son solo un puñado de hombres los que han de optar por uno u otro camino, aunque eso signifique empujar a millones de soldados y civiles a una muerte violenta.
La presión que tuvieron que soportar aquellos dirigentes hubo de ser terrible. De ahí que catalogarlos, sin más, como buenos o malos sea una actitud injusta. Nadie puede acusar a Halifax, Chamberlain, Henderson o a tantos otros que abogaron por la paz, de actuar de mala fe. Por el contrario, buscaban lo mejor para su país, aunque al final se demostrase que fue un comportamiento equivocado.
Hitler y Mussolini supieron jugar mejor sus cartas, aunque al final perdieron. La falta de moral y el desprecio por sus enemigos les permitió sistemáticamente saltarse cualquier trato o pacto que alcanzasen. Solo buscaban su propia gloria. La obra de Bouverie refleja la incapacidad de los políticos y diplomáticos ingleses o franceses de hacer frente a los ardides de los dos dictadores. Sus continuos deseos por la paz (que los llevó a humillarse varias veces) chocaban con las pretensiones expansionistas germanas. Algunas voces se levantaban denunciando los abusos de los regímenes fascistas, pero eran aplacadas o se diluían. A la hora de la verdad, nadie quería ser el responsable de llevar a la guerra al país. Incluso tras el estallido de las hostilidades, el 1 de septiembre de 1939, los primeros disparos entre ingleses y alemanes no se produjeron hasta meses más tarde. Tal era el miedo al combate, que se rehuía hasta que fue inevitable.
Al margen del interés historiográfico, el libro nos ofrece una lección de historia que no deberíamos olvidar y menos ahora: los anhelos por la paz no han de nublar la visión y ocultar los peligros de la tiranía. Hitler no puso en marcha su plan de la noche a la mañana: fue poco a poco, dando pequeños pasos que los ingleses “tragaron” en aras de la pretendida paz. Decisión tras decisión, fue cercenando la libertad de los países vecinos y de sus propios ciudadanos. Visto de forma aislada, podría parecer un sinsentido ir a la guerra por una minucia, sin advertir que, con el tiempo, la suma de esas minucias puede convertirse, como así sucedió, en una ola que todo lo engullía.
Sin llegar a esos extremos, hoy también podemos advertir cómo, día a día, hay quien emprende esa misma táctica de hechos consumados (por ejemplo, para alcanzar sus delirios independentistas) y, si alguien levanta la voz, inmediatamente es acusado de intransigente o de cosas peores. El apaciguamiento de ayer ¿lo estamos repitiendo ante nuestros ojos?
Tim Bouverie (1987) estudió historia en Christ Church, Oxford. Entre 2013 y 2017 fue periodista político en Channel 4 New. Ha colaborado entre otros, en The Spectator, Observer y Daily Telegraph. Durante los últimos cinco años ha sido presentador y entrevistador del festival de historia de Chalke Valley.
*Publicado por la editorial Debate, enero 2021. Traducción de Abraham Gragera López.