Américo Vespucio. Relato de un error histórico
Stefan Zweig

No solemos ser conscientes del origen de los nombres que damos a ciertas cosas. Los tenemos tan interiorizados que difícilmente nos cuestionamos su procedencia. Parece como si siempre hubiesen estado ahí, como si, inevitablemente, no hubiesen podido designarse de otro modo, lo que en absoluto es cierto. Conocer la etimología de una palabra nos ayuda a entender su significado, y así sucede con las denominaciones de territorios, países o incluso continentes. Las Filipinas, Tasmania, la Luisiana, Colombia o Liberia se llaman así por causas muy concretas que invitamos al lector a descubrir (puede que se lleve alguna sorpresa). Para describir lo hasta entonces desconocido ha de dársele un nombre, sin el que nadie reconoce su existencia. Los europeos, para bien o para mal, “redescubrieron” gran parte del planeta y a medida que lo hacían, iban bautizando a los nuevos territorios.

Una de las preguntas más recurrentes en los juegos de Historia es la procedencia del nombre del continente americano. La mayoría de nuestros lectores ya sabrán que su origen se halla en el comerciante y navegante florentino Américo Vespucio. Si el resto de los continentes se denominan por referencia a seres mitológicos o a expresiones antiguas, el de América es el único que se debe a una persona singular. Quizás sea la mayor extensión de terreno cuyo nombre se liga a un ser humano que, además y paradójicamente, no fue su descubridor ni jugó un papel relevante en su conquista. Incluso se podría decir que fue alguien que tuvo una relación accidental y en ningún caso la intención de bautizarlo de ese modo. Entonces, ¿por qué lleva su nombre el continente? A esta pregunta trata de dar respuesta Stefan Zweig en su breve ensayo Américo Vespucio. Relato de un error histórico*, una pequeña joya del escritor austríaco.

A estas alturas no creemos que sea necesario presentar a Stefan Zweig. Su biografía y su obra son ampliamente conocidas por todo aquel que tenga un mínimo de interés en la historia. El opúsculo sobre Vespucio, escrito en 1941 y publicado póstumamente, ahonda en el conjunto de circunstancias, casualidades y malentendidos que explican el extraño error que le inmortalizó. Como explica el autor: “Hoy en día, y desde hace mucho tiempo, el caso Vespucio ya no es un problema de índole geográfica o filológica. Es un rompecabezas en el que cualquier curioso puede probar fortuna y, además, fácil de dominar de una ojeada al tener pocas piezas, pues la obra escrita que se conoce de Vespucio abarca in summa, contando todos los documentos, de cuarenta a cincuenta páginas. Por eso me he creído también con derecho a colocar aquí las piezas una vez más y a repasar jugada a jugada la famosa partida maestra de la historia con todos sus movimientos, sorprendentes algunos, equivocados otros”.

El escrito de Zweig sintetiza en poco más de 130 páginas el extraordinario y rocambolesco proceso por el que un hombre, apenas conocido en su época y cuya contribución al descubrimiento del Nuevo Mundo fue insignificante, dio nombre, sin quererlo, a todo un continente. Es cierto que Vespucio fue de los primeros en darse cuenta de que los españoles no habían llegado a Cipango o a las Indias, sino a un territorio inexplorado. A partir de esta circunstancia, unas cartas de dudosa verosimilitud y otros textos aun más oscuros son el punto de partida de un viaje a través de toda Europa, en el que una serie de personajes y malentendidos contribuyeron a otorgar una preminencia injustificada a Vespucio, a quien en algún momento se le consideró el descubridor de América. Hay que tener en cuenta el contexto histórico en el que nos hallamos y las formas de comunicación de la época, que facilitaban este tipo de errores.

Zweig no se limita a explicar el encumbramiento del florentino, sino que ahonda en los debates historiográficos en torno a su figura durante los siglos siguientes. Vespucio paso de héroe a villano para luego volver a ser rehabilitado. Sorprendentemente, todo este proceso se fraguó sin la aquiescencia de nuestro protagonista, quien nunca sospechó que sus cartas fuesen a generar tal revuelo. Es más, murió sin ser consciente del legado que dejaba al mundo, pobre y olvidado.

El breve ensayo de Zweig se lee con una pasmosa facilidad, como es costumbre en él, y su ágil prosa permite devorar el libro en un suspiro. Hemos de advertir al lector, no obstante, que algún pasaje podrá sorprenderle o chirriarle. El historiador austriaco se suicidó en 1942, momento en el que, a pesar de los avances de la disciplina histórica, los prejuicios seguían instalados. La Leyenda Negra española sobre la conquista era aceptada como un dogma incuestionable, lo que explica las páginas que subrayan los “desastres” cometidos por los españoles en el continente americano y en los “estragos” que estaba causando la Inquisición. Al margen de estos esporádicos dislates, el trabajo es de una maestría innegable y hará las delicias de los lectores.

Concluimos con esta bella reflexión de Zweig: “Sólo quien es capaz de sumergir su alma en la oscuridad e incertidumbre de aquel siglo puede experimentar la sorpresa y el entusiasmo de aquella generación cuando empezaron a perfilarse los primeros contornos de una tierra insospechada en un mundo hasta entonces sin límites. Pero siempre que la humanidad hace un nuevo descubrimiento quiere poner nombre. Siempre que se llena de entusiasmo quiere manifestar su gozo lanzando un grito de júbilo. Así fue que un día venturoso aquel en que el viento del azar le lanzó de repente un nombre y, sin preguntarse si era justo o no, aceptó impaciente la sonora y vibrante palabra y saludó a su Nuevo Mundo con el flamante y ya eterno nombre de América”.

Stefan Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, Brasil, 1942) fue un escritor enormemente popular, tanto en su faceta de ensayista y biógrafo como en la de novelista. Su capacidad narrativa, la pericia y la delicadeza en la descripción de los sentimientos, así como la elegancia de su estilo lo convierten en un narrador fascinante, capaz de seducirnos desde las primeras líneas.

*Publicado por Acantilado, febrero 2019. Traducción de Joan Fontcuberta.