ANAGRAMA - DADA CAMBIO RADICAL SIGLO XX

Dadá. El cambio radical del siglo XX
Jeb Rasula

Cuántas veces nos habremos quedado atónitos ante una obra, o una performance, de arte contemporáneo, sin saber exactamente qué teníamos ante nosotros y con la duda de si nos estaban tomando el pelo o si era realmente producto de una mente brillante. Imagínense, pues, cómo debió sentirse el público de principios del siglo XX, menos habituado que nosotros a este tipo de representaciones, cuando en una velada sucedía lo siguiente: dos artistas en el escenario pintan un enorme telón de fondo, casi todo negro, con manchones abstractos que hacen parecerlo un huerto de pepinos; a continuación, asoman una bailarinas con máscaras africanas y realizan una coreografía tribal; más tarde, suena una composición de Schoenberg para dar paso a un recital de poesía en el que veinte actores declaman sus poemas (diferentes) al unísono; acto seguido, aparece un individuo vestido de blanco, con un maniquí de sastre decapitado, se sienta de espaldas al público y comienza a leer un manifiesto, en el que no faltan los improperios. Los espectadores, aunque más o menos intuían lo que iban a presenciar, acabaron por estallar y destrozar el teatro.

Esto es (y no es) el movimiento dadaísta, una de las corrientes artísticas más influyentes de principios de la centuria pasada, cuyo nombre a todos nos suena, pero del que sabemos más bien poco. Jeb Rasula explora sus orígenes, su eclosión y su fugaz existencia en Dadá. El cambio radical del siglo XX*, una de las obras más pintorescas e interesantes de las publicadas recientemente. Sumergirse en el universo dadaísta obliga al lector a librarse de todo prejuicio y a dejarse guiar por Rasula a través de las vivencias de un grupo de artistas que concibieron el arte como algo diferente, aunque ni ellos mismos lograron ponerse de acuerdo en qué buscaban. La contradicción, lo absurdo, la reacción adversa y airada de los espectadores, la provocación, la ironía, la negación o el escándalo eran y no eran al mismo tiempo la esencia de dadá. Tal es la complejidad y la anarquía de sus planteamientos que el autor no ofrece a lo largo de la obra una definición precisa, quizás porque sea imposible darla, del dadaísmo.

Sabemos, no obstante, cuándo nació, y además de una forma bastante precisa. Surge en el año 1916, en el Cabaret Voltaire de Zúrich, de la mano de Hugo Ball y Emmy Hennings. La ciudad suiza era en aquel momento un hervidero de artistas, refugiados, exiliados o desertores que huían de la guerra. La pareja logró, tras publicar un anuncio en un periódico local, reunir a un variopinto grupo de artistas que ofrecían actuaciones diarias sin planificación, ni programa. Entre esos artistas destacan los rumanos Tristan Tzara (a quien se atribuye el origen del nombre del movimiento, aunque es una cuestión controvertida) y Marcel Janco, el francés Hans Arp y el alemán Richard Hülsenbeck, quienes estuvieron más o menos ligados a esta corriente hasta su desaparición. El éxito fue fulminante y, pronto empezó a extenderse por otras ciudades europeas. Jeb Rasula nos conduce de Zúrich a Berlín —ciudad en la que se inauguró en 1917 la Galería Dada, otro de los bastiones del dadaísmo—, de Berlín a Nueva York y de ahí a París y el resto de Europa, en un viaje ameno y un tanto surrealista por las entrañas de un movimiento atípico y antiacadémico.

DADA - CUADRO EXPOSICIONComo señala Jeb Rasula en la introducción de la obra, “Dadá surgió de unas circunstancias históricas determinadas, pero, cada vez que migró, se adaptó a las distintas situaciones locales e hizo todo lo posible para echar raíces. Esa capacidad de adaptación lo convirtió en un fenómeno difícil de encasillar, aunque eficaz también como arma y estrategia. Podría decirse que fue una especie de guerra de guerrillas cultural que estalló en medio de una guerra oficial catastrófica, oficiosa y obtusa que galvanizó, en primer lugar, a quienes no tardaron en ser dadaístas, agitando su enfático no con un sí igualmente enfático. Cuando ese si-no se cargó de electricidad como una corriente alterna, demostró ser ingobernable, y desbarató todos los esfuerzos de sus patrocinadores e inventores por canalizar la contradicción hacia un resultado predecible. Al final, la mayoría de los dadaístas afirmó alegremente el carácter impredecible de dadá, y se sintieron agradecidos por encontrarse en medio de esa corriente, sin importarles, mientras duró, cómo y dónde les golpeaba”.

La obra gira en torno a las biografías de los principales artífices del dadaísmo. Allí donde ellos se hallan, allí dirige su mirada Jeb Rasula. Es imposible disociar el espíritu de dadá de sus creadores, de ahí la dificultad de identificar los paradigmas creativos que sustentan este movimiento. La mayoría de los protagonistas tuvieron una vida estrafalaria, aunque sorprendentemente longeva, y, una vez muerto el dadaísmo, utilizaron sus enseñanzas para crear o impulsar otras tendencias. Una de las enseñanzas más interesantes del trabajo de Rasula es ver cómo dadá fue la semilla de numerosas corrientes artísticas, algunas de ellas de gran importancia, como el surrealismo o el constructivismo. Sólo hace falta repasar alguno de los nombres que participaron en las publicaciones, veladas o exposiciones dadaístas para observar su ulterior alcance: André Breton, Max Ernst, Marcel Duchamp, Vasili Kandinski, Louis Aragon o Charles Chaplin, entre otros muchos.

Junto a Zurích, Berlín y Nueva York fueron los principales focos dadaístas (que no los únicos). La capital alemana, inmersa en el caos y la convulsión política de aquellos años, fue, como muestra Jeb Rasula, el entorno ideal para que florecerían las ideas del dadaísmo, y donde mayor proyección política tuvo el movimiento. En lo que respecta a la ciudad americana, el autor destaca que “[…] Dada en Nueva York es, en gran parte, la historia de un paralelo fantasma, dadá antes de dadá, formada por la sucesión de llegadas y partidas de dos artistas franceses, Francis Picabia y Marcel Duchamp, que aún no sabían nada de la existencia del dadaísmo. A fin de cuentas, tendrían que esperar que se inventara. Mientras tanto, se entregaron a una combustión cultural que acababa de despertar, y en la que, como chispas, encendieron el motivo vital”. El dadaísmo aparece en Nueva York antes que en Zúrich, pero sin saber qué era, en concreto, lo que se acababa de crear. Allí se da a conocer Marcel Duchamp y sus famosas obras Fuente, La novia desnudada por su solteros (más conocida como el Gran Vidrio) o la reproducción de la Mona Lisa con perilla y bigote. Vivo como estaba el dadaísmo, de Nueva York pasó a París y otras ciudades de Europa donde se retroalimentaban las distintas visiones de cada artista.

DADA - COLLAGEA pesar de la vitalidad del dadaísmo, a los pocos años empieza a mostrar signos de cansancio y sus principales valedores a abandonarlo. No obstante los esfuerzos de Tristan Tzara por mantenerlo a flote, el movimiento se diluye irremisiblemente. Mantener un constante espíritu creativo y un incombustible esfuerzo por reinventarse es imposible y agotador; además, la ausencia de cánones artísticos impide su perpetuación. Como explica Jeb Rasula, el dadaísmo fue un virus artístico que se propagó por el mundo hasta su erradicación y, al igual que una gripe, iba y venía con la misma facilidad. A partir de 1920, el dadaísmo empezó a decaer (“El fuego del principio se había extinguido, y ya pocas chispas saltaban”) y entrará en declive durante los años veinte hasta desvanecerse, no sin antes haber dejado su huella en la historia del arte.

Jeb Rasula resume y deja constancia de la influencia del dadaísmo en una cita que no nos resistimos a transcribir, pese a su extensión: “El reconocimiento, por parte de dadá, del potencial artístico de la basura y el revoltijo, de los escombros y el caos, ha tenido un impacto duradero en el arte posterior y en todos los medios de expresión. El siglo XX fue pasando, y la animación iconoclasta de dadá acabó siendo una fuente inagotable de inspiración para artistas de todas las tendencias. Lejos de ser exclusivamente un medio de destrucción, el dadaísmo demostró que era capaz de ser una influencia, una fuerza progresista.

Entre los rasgos más perdurables de la caja de herramientas dadaísta se encuentra la irreverencia y el ingenio, la indiferencia a valoraciones culturales como lo sublime y lo vulgar, el gusto por los entornos interactivos y la mezcla de materiales y formas que el antropólogo Claude Lévi-Strauss identificó en el bricoleur (el manitas). Teniendo en cuenta el conservadurismo inherente a las instituciones culturales, esas ‘herramientas’ eran los ingredientes básicos que sólo pudieron asimilar furtivamente artistas que trabajaban en solitario o en grupos no muy numerosos”.

Jed Rasula es doctor por la Universidad de California-Santa Cruz y jefe del departamento de Lengua y Literatura Inglesas de la Universidad de Georgia. Especializado en cultura del siglo XX, es antólogo y autor de diversos estudios sobre poesía contemporánea y ha ejercido como asesor de la Library of America. Ha publicado los poemarios Tabula Rasula (1986) y Hot Wax, or Psyche’s Drip (2007).

*Publicado por la editorial Anagrama, febrero 2016.